miércoles, 7 de abril de 2010

I-PERSECUCIONES ANTICRISTIANAS EN LOS SIGLOS I - II d.C


-PRIMERA PARTE-


La propaganda cristiana ha realizado un prolongado e importante uso de las persecuciones anticristianas por parte del Imperio Romano, hasta el punto de que ha permanecido en la conciencia colectiva cierta idea preaceptada del mítico calvario cristiano desde sus orígenes a manos del Imperio, sin ser del todo cierto.


Para entender esta problemática debemos partir de la premisa por la cual la tolerancia religiosa fue un fenómeno desconocido en la Antigüedad (Carcelén, 1997) -incluso en la actualidad- y que si una nación se acercó levemente a esa tolerancia fue sin duda el Imperio romano, siempre a cambio de sumisión política. En esta línea el relativo respeto de Roma hacia el judaísmo es una concesión interesada del Imperio por la lealtad y colaboración de los judíos, derivando hacia intransigencia en los momentos en que se genera cierta oposición judía hacia el Imperio como en las insurrecciones de los siglos I y II d.C. (Fernández Ubiña, 2007). Es por ello que debemos entender esta confluencia entre intereses religiosos y políticos como clave en los inicios del cristianismo primitivo y en su relación con el Imperio Romano, como tendremos ocasión de concluir con posterioridad.


Para aproximarnos levemente al carácter de las persecuciones anticristianas del s.I e inicios el s.II d.C. debemos acudir, evidentemente, al prendimiento, juicio y ejecución de Jesús, como ejemplo paradigmático de la realidad jurídica de la época y de los procesos que debieron sufrir los judeocristianos –cristianos-. Los investigadores se han pronunciado unánimemente en la dificultad de establecer qué es cierto y qué hay de ficción literaria en los evangelios canónicos, y debemos considerar el evangelio de Lucas, el más helénico, como el de mayor verosimilitud histórica.


El autor del Evangelio de Lucas, siendo el mismo autor de Hechos de los Apóstoles, es en toda regla desconocido. Aunque se le denomine Lucas, médico y compañero de Pablo (Col 4, 14; 2 Tim 4,11), no parece que pueda ser un discípulo del Apóstol, y pudo ser bien un judeocristiano muy helenizado, o un pagano muy cercano al judaísmo, es decir, un “prosélito” o convertido a la religión judía (Piñero, 2009). El evangelio pudo ser redactado en algún lugar de Asia Menor, quizás Antioquia, o de Grecia. La fecha de su composición es deducible indirectamente; parece posterior al evangelio de Marcos (71 d.C.) y probablemente anterior al de Juan (100 d.C.), y desde luego anterior a la Epístola de los Apóstoles, un texto apócrifo –no reconocido como oficial por la Iglesia católica- de mediados el s. II que cita a los Hechos. Con estos datos se ha valorado que pudo haberse redactado hacia el 90 d.C. (Piñero, 2009). Lo verdaderamente interesante es que mientras los Evangelios de Mateos, Marcos y Juan se muestran cargados de predicciones y presagios de Jesús que posteriormente se cumplirán debido a que los narradores de esos evangelios ya conocían esos hechos, el Evangelio de Lucas se muestra insatisfecho con los escritos evangélicos anteriores y pretende escribir su versión propia, ofreciendo una “narración ordenada” (Lc 1,3) y exenta de futuribles, que presupone una investigación personal casi historiada. Dicha narración se apoya en noticias transmitidas por “testigos oculares y servidores de la Palabra”, es decir, miembros de la primera y segunda generación, viviendo el autor del evangelio en una tercera generación de cristianos.


Como venimos narrando el proceso sufrido por Jesús pudo ser ilustrativo de la realidad jurídica de la época y de los procesos que debieron sufrir los cristianos o judeocristianos a lo largo del s.I e inicios del II d.C. Al respecto señalar varios elementos claves sobre el proceso contra Jesús, que en adelante servirán de hilo argumental en el esclarecimiento del origen y motivaciones de las persecuciones anticristianas. En dicho proceso aparecen destacadamente las autoridades judías que se opusieron a Jesús por razones religiosas como el declararse Mesías e hijo de Dios (Lc. 22,66-70).


Lc. 22, 66-70: “En cuanto se hizo de día se reunió el Consejo de Ancianos del pueblo, sumos sacerdotes y escribas, le hicieron venir a su Sanedrín y le dijeron: “si tu eres el Cristo (1), dínoslo”. Él respondió; “si os lo digo, no me creeréis. Si os pregunto, no me responderéis. De ahora en adelante, el Hijo del hombre estará sentado a la diestra del poder de Dios”. Dijeron todos: “entonces, ¿tú ere el Hijo de Dios?”. Él les dijo: “Vosotros decís que yo lo soy”. Dijeron ellos; “¿Por qué tenemos todavía necesidad de testimonio alguno?, pues nosotros mismos lo hemos oído de su boca?”


Sin embargo no son las autoridades judías quienes juzgan a Jesús, que evidentemente carecían de esa potestad, sino las autoridades romanas y en concreto el gobernador Poncio Pilato. En este proceso Pilato aparece reacio a establecer cualquier tipo de condena sobre Jesús por razones religiosas (Lc 23, 4-22), sin embargo, los propios judíos acusadores se encargaron de establecer inteligentemente unos cargos de índole política y social como amotinar al pueblo, incitarlo a no pagar tributo y proclamarse rey (Lc 23,2); y serían estos motivos, reales o no, las principales motivaciones políticas de las futuras persecuciones anticristianas por el Imperio (Fernández Ubiña, 2007).


Lc 23,2: “ Y comenzaron a acusarlo diciendo: “Hemos cogido a este revolviendo a nuestra nación e impidiendo pagar los tributos al César y diciendo que él es el rey cristo”. Y Pilato lo interrogó diciendo: “¿Eres tú el rey de los judíos?”. Y él, como respuesta, dijo: “Tú lo dices.”


De este pasaje se extraen varias aseveraciones interesantes y paradigmáticas de los procesos judiciales contra judeocristianos, y de los enfrentamientos entre los prosélitos de cristo y los judíos y autoridades romanas. En primer lugar aparece una férrea y pronta oposición religiosa entre judíos y judeocristianos, mientras la administración romana y el paganismo no se implican en estos debates teológicos siempre y cuando no afecten a la estabilidad social y política del imperio –principal preocupación de la administración romana-. Los judíos trataron de romper esa imparcialidad romana en materia religiosa vertiendo acusaciones de tipo político y social sobre los judeocristianos, para de ese modo llevar a la práctica algo para lo que la clase dirigente judía no estaba capacitada, la condena de los judeocristianos.


Como extraemos de los textos bíblicos el distanciamiento entre los discípulos de Jesús y los judíos se inicia de forma temprana y amplia (Mt 10,17-18; Mc 13,9; Jn 16,2), y la Sinagoga fue convirtiéndose en un lugar más exclusivamente judío, dejando progresivamente los judeocristianos de ir como hicieran antes Jesús, Pablo y otros conversos (Hch 9, 1-2).


Mt 10,17-18: “Guardaos de los hombres, porque os entregarán a los tribunales y os azotarán en sus sinagogas; y por mi causa seréis llevados ante gobernadores y reyes, para que deis testimonio ante ellos y ante los gentiles”.

Jn 16,2: “Os expulsarán de las sinagogas. E incluso llegará la hora en que todo el que os mate piense que da culto a Dios”.


La pronta ascensión del cristianismo provocó una fuerte reacción perseguidora por las autoridades judías (Hch 5, 17-19), tan solo amilanada por el temor a las represalias del pueblo judeocristiano (Hch 5,25-26).


Hch 5, 17-19: “Entonces intervino el sumo sacerdote y todos los suyos, los de la secta de los saduceos; y llenos de envidia, echaron mano a los apóstoles y los metieron en prisión pública. Pero el ángel del Señor, por la noche, abrió las puertas de la cárcel, los sacó y les dijo: (…)”

Hch 5, 25-26: “Uno que se presentó les contó: “Mirad, los hombres que pusisteis en la cárcel están en el Templo enseñando al pueblo”. Entonces, salió el oficial en jefe con sus asistentes y los llevó no con violencia, pues temían que el pueblo los apedrease.”


A grandes rasgos podemos afirmar que el conflicto más esencial se estableció entre las clases dirigentes judía y judeocristiana, llegando a convertir a sus respectivas sinagogas e iglesias en seminarios de fanáticos y perseguidores (Fernández Ubiña, 2007). Esta disputa apenas tuvo trascendencia mientras Roma fue politeísta e impuso su ley y el orden, pero aumentó notoriamente cuando el Imperio se cristianizó y el clero cristiano pudo llevar a la ley y la práctica política esos principios de intolerancia religiosa, adquiriendo de este modo el antisemitismo una nueva dimensión.

Del mismo modo las persecuciones judías anticristianas en estos momentos fueron selectivas, siempre destinadas hacia aquellas figuras más alejadas de los principios del judaísmo y respetando más a aquellos judeocristianos que aún mantenían las tradiciones establecidas en el Antiguo Testamento.


Ejemplo de ello es la huída de Jerusalén de Esteban y los llamados helenistas (2) en el 36 dC, de mayor tendencia helenística entre los que cuajará más profundamente los nuevos ideales cristianos y autores del primer evangelio (Marcos), mientras el resto de la comunidad judeocristiana más judaizante, encabezada por los propios apóstoles, permaneció tranquilamente en Jerusalén. Los cristianos que no quisieron chocar con el judaísmo para no ser acusados y perseguidos debieron mantenerse en la órbita del judaísmo en los ritos, costumbres, y tradiciones, como ejemplifica Pedro o la actitud conciliadora y judaizante de Pablo en Jerusalén, que contrastó con la proyectada fuera de dicha ciudad, donde el judaísmo era menos fuerte (Hch 21, 21,28), y por lo que será acusado por los judíos y cristianos de Jerusalén a su regreso. Esta confluencia entre la nueva fe en Cristo y el mantenimiento de las costumbres y tradiciones judía –y por tanto de sus antepasados más próximos- fue algo muy común entre la mayor parte de las comunidades judeocristianas de Israel, y ya fue observado por el propio Gibbon (Gibbon, 2006) quien afirmó que “ Los judíos conversos, que reconocían en Jesús los atributos del Mesías predicho en los oráculos antiguos, lo acataban como a un profético maestro en virtud y religiosidad, pero adherían con obstinación a las ceremonias de sus antepasados (…)” (Pg. 341), o la evidencia de que “Los quince primeros obispos de Jerusalén fueron todos judíos circuncisos, y la congregación que presidían hermanaba la ley de Moisés con la doctrina de Cristo. (…)” (Pg. 342). Sin embargo la tranquilidad de estos individuos no fue siempre absoluta, y escasamente 12 años después se iniciaron persecuciones promovidas por autoridades civiles, concretamente por Herodes Agripa I, de fuertes creencias judías tradicionalistas y apoyo de los fariseos. De este modo los escasos poderes civiles judíos, los poderes religiosos judíos y el apoyo popular judío, fueron los principales benefactores de esas persecuciones anticristianas, que aumentaría de forma exponencial al propio aumento del cristianismo, pudiendo afirmar que en este s.I dC los mejor parados fueron los judeocristianos “tradicionalistas hebreos” (Fernández Ubiña, 2007).


La brecha o ruptura más profunda entre cristianismo y judaísmo se da con el aumento en importancia de las comunidades cristianas de los helenistas y paganos convertidos del exterior de Israel, generalmente de Antioquia, Alejandría, Éfeso, Corinto y Roma, y por tanto el descenso en el peso que dentro del cristianismo tenía Jerusalén. Estas comunidades cristianas no siguieron tan fervientemente las tradiciones judías, ya que el peso del judaísmo en las mismas era menor (Gibbon, 2006). En este sentido podemos decir que el cristianismo nació como tal, es decir como religión totalmente diferenciada del judaísmo, en las grandes ciudades del mundo greco-romano no tan influenciadas por el judaísmo que estaba más entroncado en Israel.


No obstante fue la jurisprudencia romana y la presión social el cauce esencial utilizado por los judíos para reprimir y condenar a esos miembros judeocristianos. De ahora en adelante la muchedumbre sería utilizada con intereses anticristianos por algunos grupos, sabiendo que los gobernadores provinciales debían asegurar la tranquilidad social y que ajusticiarían a quien fuese necesario por conseguirlo. Esclarecedor al respecto es la aseveración de Ulpiano (Ulpiano Dig. I, 18, 13) quien afirma que “ (…) es propio de un gobernador bueno y grave procurar que esté pacífica y quieta la provincia que rige; lo que conseguirá sin dificultad si actúa con solicitud para que la provincia sea libre de hombres malvados y los persigue, pues debe buscar con diligencia a los sacrílegos, atracadores, secuestradores y rateros, y debe castigar a cada uno según hubiera delinquido, y reprimir a sus encubridores (…).


Como hemos comentado el juicio de Jesús es un claro ejemplo de ello, ya que cuando los judíos aluden a motivaciones teológicas y religiosas Pilato argumentaba que no encontraba delito en el acusado (Lc 23, 4-22). Pilato debió condenarlo pese al convencimiento de su inocencia, y la tortura previa al que Jesús fue sometido (Lc 23, 16, 22) no fue un ensañamiento especial o particular, como la propaganda e imaginería cristiana ha querido mostrar, sino una práctica rutinaria en los procesos romanos contra gente humilde, como posteriormente le ocurrirá a cristianos de clase baja (Fernández Ubiña, 2007). La condena de Pilato se explica por tres razones básicas. En primer lugar el uso inteligente que hacen los judíos de los cargos de índole política, como el ya mencionado de proclamarse rey e instar al pueblo a no pagar tributos ni participar en la vida pública del Imperio. En segundo lugar una razón tan sencilla como el hecho de que Jesús no estableciera ningún alegato en su defensa(3). Y sobre todo por la amenazadora presión de la muchedumbre (Lc 23, 18-25), aspectos todos ellos fundamentales en los enjuiciamientos de cristianos por parte de Roma a lo largo del s.I e inicios del II dC.


La suerte de Jesús y la de numerosos seguidores manifiestan como en los primeros momentos (s-I-II dC) la persecución y animadversión anticristiana era instigada por el propio pueblo, sobre todo por rabinos y dirigentes de las sinagogas, fariseos en su mayoría, que acudieron al Estado romano para exigir juicios y ejecuciones, y donde el gesto de Pilato de lavarse las manos, real o no, es una manera gráfica y esclarecedora de mostrar el posicionamiento de la administración romana al respecto.


(1) Cristo, christós, es la traducción griega del hebreo MSHIH, mesías, el ungido, el líder que restaurará un reino de Yahvé independiente de Israel (Piñero, 2009).


(2) Una comunidad de marginados en Israel pero más numerosos en las ciudades de Asia Menor y Grecia en los que el peso del judaísmo más tradicionalista era menor. Esta comunidad judeocristiana fue la que más ampliamente adoptó el ideario cristiano y las enseñanzas de Pablo de Tarso.


(3) A diferencia de lo que posteriormente haría otros judeocristianos defensores de su inocencia como Pablo de Tarso.


TRABAJO REALIZADO POR: ANTONIO MANUEL LEAL MADROÑAL



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